Un equipo atorrante puede nacer de mil maneras distintas. A veces se compone de caballeros que trabajan en la misma panadería. En otras ocasiones, sus integrantes van al mismo colegio. O viven en el mismo barrio. O los echaron de un equipo anterior. Hubo una época en que no se concebía un grupo de más de diez personas que no tuviera su propio equipo de fútbol. Empresas, oficinas, herrerías, sociedades literarias y simples patotas han dado nacimiento a temas de tan glorioso recuerdo. Sin embargo no todo es tan fácil como parece. Hoy en día resulta bastante dificultoso juntar once. Yo recuerdo épocas en que cada vez que aparecía una pelota, había que echar a patadas a los postulantes. Ahora todos son estrellas. Este no puede porque tiene que viajar a Saladillo. El otro se va a la pileta. Al de más allá, la mujer no lo deja. Después quieren que el fútbol ande bien con semejante morralla. Otro inconveniente es conseguir rivales. -No, nosotros estamos en un campeonato. -No, nosotros jugamos solamente contra equipos de otras empresas. -No, este fin de semana ya tenemos partido. -No, nosotros jugamos nada más que los lunes. -No, a esa hora ni locos. Es un infierno, les garantizo. Pero supongamos que usted ha conseguido a once malandras y que ha concertado un desafío contra unos tipos de San Isidro el domingo a las nueve de la mañana. La noche anterior usted empieza a sufrir. Porque de golpe y porque sí, dos tipos se borran. Hay que conseguir otros dos. Entonces usted comienza un espantoso peregrinaje en busca de reemplazantes. Y llama por teléfono o toca los timbres de sujetos que usted jamás convocaría en circunstancias normales. Y -para peor- los muy canallas se hacen los difíciles. -¡Eh, recién ahora me avisás! Y usted ruega y se arrastra por el suelo ante troncos irrecuperables tratando de arrancarles la promesa de su asistencia. Al final, cerca de la medianoche, el equipo queda completo, con la desagradable presencia de un pibe de once años y de un cuñado suyo que ni zapatillas tiene. Algo más tranquilo, usted procede a preparar su ropa. Indumentaria clásica: un par de medias llenos de agujeros. Otro par de medias para usar debajo, que también tiene agujeros, pero en otra disposición. Un pantalón con tierra del partido anterior. Un par de zapatillas gastadas y otras decididamente inservibles, para prestarle a su cuñado. Hay también canilleras, pedazos de trapo, piolines y otras basuras que suelen guardarse en la bolsa, más que nada para no tirarlas. Después de esta operación, antes de acostarse, usted mira el cielo. Y con indignada consternación descubre algo espantoso: se está nublando. Son las cuatro de la mañana y usted permanece despierto. Truena. Sopla viento. ¿Lloverá? ¿Podremos jugar igual? ¿Desertará algún pusilánime ante la ventisca? Transpirando a causa de la incertidumbre, usted se duerme a las cinco. Pero a las ocho ya está en pie. Despierto y con el corazón ardiente. Ha limpiado. Sin nada en el estómago, usted se constituye en la cancha del Parque Hernández. Cuando llega son las nueve menos cinco. Y le espera una sorpresa desagradable: usted es el primero. Pasan dos colectivos sin detenerse. El panorama es desolador. Sin embargo, en una punta del parque, como a cien metros de allí, hay unos morochos peloteando. Usted piensa que pueden ser sus compañeros que han llegado más temprano. Trota hasta llegar a ellos: se trata de desconocidos. A las nueve y diez llegan otros atorrantes. -¿No vino nadie? -preguntan inquietos. -No -contesta usted. Entonces los recién llegados se desesperan y se indignan. Los contrarios tampoco aparecieron. El partido peligra. Cada vez que se detiene un colectivo, la esperanza ilumina a los reos. Desde antes que el coche pare, ya se van agachando para palpitar a través del parabrisas el arribo de algún otro malandra. -A esta hora ya no viene más nadie -dice alguien. Finalmente, a las diez menos cinco, con los nervios destrozados, usted empieza a jugar.
Llega un momento, después de mucho padecer, después de innumerables desencuentros y partidos frustrados, en que el equipo tiene un elenco más o menos estable. Y aumenta la frecuencia de los desafíos. Entonces va creciendo el espíritu de cuerpo y el deseo de consolidar el grupo. Este sentimiento ha engendrado no pocos clubes de barrio, con sede y todo. Pero la primera medida que garantiza la existencia de un cuadro es la búsqueda de un nombre.
Pero volvamos al potrero. Conozcamos sus personajes principales. El morfón: Azote de las canchas. Egoísta y obcecado. Jamás pasa la pelota. Unicamente lo hace cuando está perdido. Sus pases son imperfectos, de mala gana, mordidos y con efecto. Algunos han querido ver en el morfón una concepción individualista del fútbol. Yo creo, simplemente, que un morfón es un pavote. El tronco: No sabe nada. Es torpe. Y cada partido es para él una humillación. El sobrador: Cobarde en la adversidad y fanfarrón en el triunfo. Este jugador suele aparecer cuando el equipo gana tres a cero. Entonces tira caños, intenta lujos y se burla de los rivales. El pecho frío: Ausente de barullos y entreveros. Nunca se ensucia. Nunca grita. Nunca se enoja. El loco: Suele ser puntero. Es eléctrico e imprevisible. Jamás hace caso, habla solo y se ríe de sus jugadas absurdas. El arquero: Nunca supe qué es lo que hace que alguien se vuelva arquero. Quizá alguna oculta vocación de trapecista.
El tipo que pasaba por ahí: Personaje cuya importancia pocos han comprendido. Es el undécimo hombre. Cada vez que falta uno, los muchachos miran a su alrededor, eligen al morocho más aparente y le lanzan la invitación. ¿Querés jugar? Y el tipo acepta. Lo ponen de cualquier cosa, por allá adelante. Nunca le dan un pase. Lo ignoran. Ni siquiera le reprochan nada. Cuando termina el partido todos se olvidan de él, como si no hubiera jugado. Y quien sabe cuántos triunfos se han cimentado en el humilde trabajo de los tipos que pasaban por ahí. El pibe: Es más chico que todos y se abusa. Sabe que no lo van a tocar y que hay diez grandotes dispuestos a defenderlo. Lo mejor es darle sin asco.
....El puntero llega al fondo de la cancha. Se dispone a lanzar centro. Yo estoy en el medio del área. Muy marcado. El puntero no centrea. Elude a su marcador y se viene hacia el área. Uno de los que me marcaba lo va a buscar. En ese momento me la toca. La pelota viene rasante, firme. Yo presiento algo detrás mío. Amago el remate, pero abro las piernas y la dejo pasar. A mis espaldas entra, imparable, el compañero. Le pega un derechazo terrible. Gol. Cuando vuelve me guiña el ojo. Al pasar me toca, apenas. Casi sin mirarlo le digo "Bien, che". He pensado en él. He confiado en él. Somos amigos. Soy feliz.
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