“ Habilidosos y troncos.”
Por lo general, alcanza un golpe de vista para detectar al habilidoso. Una pelota llovida en el peloteo previo que se duerme en su pecho, y uno ya se da cuenta que el tipo sabe...; una serie de jueguitos sin dejarla tocar el suelo; un centro empalmado de aire y dándole de lleno sacudiendo un chutazo...
Cuando un tipo sabe hacer esas cosas, seguro que es un habilidoso. Hasta el más torpe emboca una vez en la vida un zapatazo fenomenal, pero difícilmente su cuerpo dibuje en el aire una pirueta elegante. El habilidoso, en cambio, parece hacer siempre, y de hecho así debe ser, el movimiento justo, preciso, casi una figura de ballet; esta en armonía con la naturaleza, compone figuras plásticas, casi juega por arriba del pasto...
Su contrapartida, el tronco, no tiene otra herramienta que su empeño, pero esta divorciado con la técnica. El balón, para el tronco, es un enigma. Cada pique, cada rebote, responde a unas leyes que el tronco jamás podrá descifrar. El tronco juega, antes que nada, en contra de su propio físico. Un sistema nervioso mal terminado le dificulta las acciones más sencillas: si intenta pararla de pechito la pelota sale despedida como si rebotara contra un frontón; si trata de gambetear denunciará a los cuatro vientos sus propios movimientos facilitando la tarea de quien lo marca; si se propone rematar o dar un pase, el balón tomará un rumbo indefectiblemente alejado de su objetivo. El burro, el tronco legítimo, no aprende nunca, porque sus dificultades motrices son irrecuperables. A pesar de ello, puede convertirse en una pieza útil para su equipo.
Habilidosos y troncos se juntan en el picado y parecen estar practicando deportes diferentes: mientras que los primeros se mueven habitualmente con displicencia, con actitud relajada, los segundos tratan de disimular su torpeza con una entrega conmovedora que los tensiona por entero. En tanto los habilidosos buscan permanentemente el lucimiento personal, los troncos se brindan para el beneficio del equipo.
Los habilidosos son gente orgullosa y envanecida, que no soporta el error y se fastidia en extremo cuando la jugada no sale; los troncos, en cambio, carecen por completo del sentido del ridículo, ya que si lo tuvieran, no podrían seguir practicando este deporte (y mas de uno terminaría ordenándose como monje de clausura.) De modo que los troncos insisten, a despecho del error y la torpeza, una y otra vez, hasta lograr su objetivo.
Ambos ejemplares reciben, porque en verdad lo merecen, sus condignas críticas. Los habilidosos suelen ser vituperados a raíz de su escasa entrega a favor del equipo; es infrecuente que un ejemplar de esta raza persiga al defensor que remonta con la pelota o se someta a un “loco” ante el toqueteo burlón de los rivales. El habilidoso siente que no está para eso, prefiere esperar que la próxima jugada le conceda la revancha devolviendo la gentileza con un caño o con una gambeta.
Los burros en cambio, los troncos, reciben munición pesada ante cada desacierto, pero más con tono de sorna que de reproche. Así como el habilidoso es insultado con una mezcla de indignación y envidia, las burradas del tronco merecen la rúbrica de un insulto en que sobresale la cargada. El reclamo serio no cabe ante la inexorabilidad de su torpeza, los compañeros saben que el tronco esta haciendo lo mejor que puede, y hasta un poco más, y que si no consigue enhebrar una maniobra lúcida es porque su fatal incoordinación se lo impide.
Es por eso que cuando el habilidoso acierta sus moños y arabescos no despierta demasiados elogios: es su deber, no hizo mas que lo esperable en alguien de sus condiciones. En cambio, si al tronco le sale una, el equipo entero le tributa un sentido homenaje, aunque nunca falte la doble intención parapetada tras el aliento: “ Humille, Minasterria, humille!”, grita el bromista que nunca falta; y la sutileza practicada por el tronco ingresa definitivamente en el terreno de lo casual. Nunca un torpe podrá convencer a sus compañeros de que buscó la maniobra que sorpresivamente acaba de concretar. Èstos, los compañeros, le van a atribuir fatalmente el éxito a la diosa fortuna y serán vanas, inútiles, todas las explicaciones que el autor ensaye. Pero eso sí: nadie le va a quitar al troncazo su maravilloso logro, y esa noche, antes de entregarse a los brazos de Morfeo, antes de dormirse, repasará una y otra vez esa jugada maravillosa; ni el sabe como caray le salió.
Y como siempre ocurre en la penosa escala humana, el habilidoso disfrutará mucho menos aunque haya concretado mucho más: para él es natural y por lo tanto no tiene gracia. El momento de gloria que vive un tronco pisando la pelota y haciendo pasar de largo al rival, el habilidoso lo vive como rutina, porque no le cuesta.
De todos modos, no deja de ser algo maravilloso observarlo en acción, verlo recibir la pelota rodeado de enemigos, amagar con el cuerpo, acariciarla apenas y salir con la cabeza levantada y la pelota obediente rodando sumisa a treinta centímetros del pie: es un placer. Y lo más asombroso del caso es que todo lo hizo sin darse cuenta; simplemente lo hace. Un impulso eléctrico, preciso y obediente, le dará la orden a su empeine, a su cintura, a su vista, para que la maniobra se consume con perfección. Un tronco empeñoso podrá, al cabo de años de práctica, mecanizar ciertos movimientos y sacarles partido como para resolver algunas situaciones, pero siempre lo hará desmañadamente, sin gracia alguna...
Artistas y obreros como en la vida. Como decía Panzeri, "el fútbol, armonía entre desiguales". Un luchador y un habilidoso, creativos y laburantes.
Ellos se crían.... y el picado los junta!
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